El hecho de que el Estado y los actores políticos se posicionen ante el objeto "homosexualidad" requiere una explicación. La homosexualidad –tal como la conocimos hasta hace pocos años– nació como un problema del Estado. Ella fue creada como un asunto público, sobre el cual determinados actores sociales (científicos, políticos, intelectuales, religiosos) tendrían derecho a opinar, ya que el dominio de lo público comprende la evaluación de todo aquello que se cree pueda traer consecuencias para todos y no sólo para los actores privados.
Desde una óptica estatal, con el correr de los años, esto trajo una consecuencia impensada: la formación de una estridente identidad homosexual forjada en la clandestinidad. Allí comenzaron los problemas para el Estado. Cuando los gays comenzaron a hablar por sí mismos, los actores estatales resucitaron la virtud de la “tolerancia”, con la esperanza de realizar un pacto para que todo volviera a la “normalidad”. El Estado se comprometería a tolerar siempre y cuando la homosexualidad no se dejara ver ni escuchar.
Sin embargo, el pacto no se cerró. En adelante, la homosexualidad no sería el problema público del Estado creado por sus actores tradicionales, sino un problema público para el Estado creado por los homosexuales, justamente como respuesta a la forma en que sus modos de vida habían sido creados como problema. Así nació la cuestión gay.