El ingreso de las mujeres en el mercado laboral, desde la segunda mitad del siglo pasado, conllevó transformaciones que trascendieron los roles de género. La estructura familiar, la composición demográfica y la economía de las naciones sufrieron grandes cambios a raíz de este hecho, entre los que cabe destacar: la disminución del tamaño de los hogares y el crecimiento de los monoparentales, la reducción de la fecundidad y el aumento de la fuerza de trabajo disponible.
Este proceso ha representado avances en materia de autonomía y derechos de las mujeres, así como nuevas formas de subordinación. La instauración de una doble jornada de trabajo, menor retribución económica que los hombres por labores similares, oferta laboral restringida y condiciones laborales precarias son algunas de ellas.
En el libro De “ama de casa” a mulier economicus: sexo, género, subjetividad y economía en Costa Rica contemporánea (2011), la socióloga peruana-española María Flórez-Estrada Pimentel señala que estas transformaciones deben su doble carácter al contexto en el cual se dieron, marcado tanto por la implementación de políticas neoliberales como por la expansión de discursos liberales-feministas. En este escenario, afirma, tuvo lugar la transición de un paradigma de la mujer como “ama de casa” a otro al que denomina “mulier economicus”, parafraseando la tesis económica sobre el homo economicus como unidad natural del mercado.
Con la emergencia del nuevo paradigma, señala, las mujeres empezaron a verse a sí mismas como sujeto de derechos, con mayor autonomía sobre sus proyectos de vida, y se convirtieron en agentes con poder adquisitivo, acceso a crédito y capital patrimonial. Las mujeres nacidas bajo este modelo buscan superar las desigualdades de género a través de la educación y desempeñarse en el mercado mediante el trabajo profesional remunerado. El matrimonio y la maternidad no forman parte necesariamente de sus aspiraciones, lo que explica la caída de la tasa de fecundidad. No obstante, señala la autora, son mujeres que por lo general deben asumir la manutención de sus familias de origen. También se caracterizan por un sincretismo entre discursos y morales sexuales, en donde toman decisiones autónomas sobre su cuerpo a pesar de que transgredan las prohibiciones religiosas de sus credos, lo que supone tensiones entre representaciones y prácticas tradicionales de género y sexualidad, explica.
En este libro, Flórez-Estrada Pimentel presenta los resultados de su investigación sobre representaciones y puestas en escena del género y el sexo en Costa Rica, en la que entrevistó a mujeres oficinistas y profesionales de tres instituciones públicas de ese país. El análisis propuesto por la autora combina teorías clásicas de la economía política marxista y contemporáneas sobre género y sexualidad, lo que le permite abordar fenómenos de gran escala, como las transformaciones económicas y demográficas ocurridas en el último siglo, así como cambios en las subjetividades de las mujeres.
En entrevista con el CLAM, Flórez-Estrada Pimentel, quien ejerce como docente del Programa de Posgrado en Comunicación de la Universidad de Costa Rica, habla sobre el paradigma de la mulier economicus, su contexto de aparición y sobre lo que supone para la vida de las mujeres.
En su libro afirma que la mulier economicus surge en un contexto donde conviven reformas neoliberales –que mercantilizan la vida de las personas y reducen su estatus ciudadano al de consumidoras– y discursos liberales-feministas. ¿Cómo se expresa la tensión entre ellos en la aparición de ese nuevo paradigma?
Mis investigaciones me han llevado a encontrar que las políticas neoliberales tienen un efecto paradójico para las mujeres, ya que, al tener que laborar para obtener un ingreso adicional para el hogar, las han empujado –o en el mejor de los caso han contribuido– a trascender el papel de "amas de casa". En países no ricos, como los nuestros, esta “salida” del ámbito doméstico se ha dado a través de empleos precarios e informales, o formales pero con salarios bajos e importantes brechas salariales desfavorables con respecto a los hombres. Sin embargo, esto no puede atribuirse únicamente a las necesidades del capitalismo. El movimiento social transformador más importante del siglo XX ha sido protagonizado por las mujeres y los feminismos. El deseo de las mujeres de apropiarse de la promesa liberal moderna de ser sujetas de derecho plenas –a pesar de que no fue una promesa pensada para ellas–, de ejercer esta autonomía sin controles patriarcales y de sacudirse las ataduras del género, también está poniendo en jaque al capitalismo.
Algunas autoras han señalado que la norma de género se corresponde con una racionalidad económica capitalista, a la que sirve de soporte. ¿Cuál es su opinión al respecto? ¿Cómo se ha transformado esta racionalidad ante los cambios en los roles y puestas en escena de género analizados en su libro?
Este es uno de los debates fundacionales del feminismo, pues, lógicamente, de la respuesta que se dé a este problema se derivan consecuencias distintas. Para el feminismo socialista, acabar con el capitalismo traería como consecuencia terminar con la opresión de género. Yo no estoy de acuerdo con esa afirmación. Junto con el feminismo radical, pienso que esto es un error, pues, como afirmé en mi libro Economía del género. El valor simbólico y económico de las mujeres (2007), el género es la primera forma de organización económica, al ser la primera forma de dominación y explotación –de las mujeres por los hombres–, y de reparto del tiempo y del espacio, que coloca a las mujeres en una posición subordinada y reditúa económica y simbólicamente a los hombres.
Lo que ha cambiado en el capitalismo, con la aplicación de las políticas neoliberales, es que se ha roto el pacto sexual y social de la segunda post-guerra mundial, que resultaba oneroso para la tasa de ganancia del capital. Para los hombres, especialmente los de izquierda, es más fácil ver y entender esto en términos de despojo económico o sobre-explotación de los trabajadores (“proletarios”), desmontaje del Estado y sindicalismo. Pero es lo no dicho lo que hay que mirar. El Estado de Bienestar, como pacto tripartito entre Estado, capitalistas y proletarios fue un pacto entre hombres. Y las pactadas fueron las mujeres. En el paradigma del “ama de casa” se le concedió a los hombres proletarios, como a los burgueses, salvando las distancias, una mujer con una prole a cambio de un salario social o familiar. Esto, que era el piso mínimo de la masculinidad, es lo que se ha roto. Ahora un sólo proveedor o un sólo salario no son suficientes para que los hogares sobrevivan. Las mujeres –que siempre han trabajado, aunque esta labor fuera considerada secundaria– y, en los hogares más pobres, los niños y las niñas tienen que trabajar para sobrevivir.
Esta salida de lo doméstico abre nuevas oportunidades de autonomía económica, pero también de cambios en la posición subjetiva de las mujeres, difíciles de soportar para muchos hombres. Los cambios subjetivos pueden ser tan potentes, o incluso más, que los cambios económicos. Por otro lado, para las mujeres, el trabajo remunerado como paradigma –pues sobre todo las más pobres han trabajado siempre–, implica una doble inversión de tiempo y de esfuerzo, ya que no se las ha eximido socialmente del trabajo de la reproducción y cuidado de la fuerza de trabajo. El capitalismo debe su existencia a las mujeres. Yo invertiría, entonces, la afirmación inicial: si acabamos con la opresión de las mujeres, se derrumba el capitalismo tal y como lo conocemos.
¿Considera que estas transformaciones redundan en una mayor equidad de género en el plano económico?
Las cifras muestran que no. Esta es otra prueba de que la economía política del género es más fuerte que el capitalismo. En todas partes la brecha salarial es desfavorable para las mujeres. Y esto ocurre a pesar de que, como tendencia mundial, ellas hoy alcanzan niveles de escolaridad más altos que los hombres. Incluso, siendo más educadas que ellos, sus salarios son más bajos mientras más especializados sean los cargos. La verdadera guerra económica tiene lugar en la economía sexual y de género, donde las proletarias son las mujeres. Sin embargo, creo que si las mujeres están presentes en la disputa económica de manera más masiva y agresiva que en el pasado, se debe a la lucha por alcanzar algún día la equidad e igualdad.
¿Cree que el paradigma de la mulier economicus es generalizable a todas las mujeres costarricenses o latinoamericanas? ¿Qué diferencias encontró al respecto?
Es un hecho, en Costa Rica, y aunque no he estudiado en igual detalle todos los casos, las estadísticas demográficas en América Latina así lo sustentan: actualmente hay menos amas de casa y más mujeres que trabajan por un salario o por un ingreso. Es un hecho también que la tasa de fecundidad ha bajado de 7,3 hijas/os por mujer, en los años 50 del siglo XX, a 2 o menos –es decir, por debajo de la tasa de reposición-, como ocurre ya en Costa Rica y otros países.
Creo que los debates políticos del siglo XX nos llevaron a prestar una atención casi unilateral al tema de la propiedad y de la justicia social, pero no atendieron la importancia de esta transformación sexual y demográfica que protagonizan las mujeres. Poco antes de la última crisis financiera, en 2008, el Presidente de la Reserva Federal de EE.UU advertía que el capitalismo estadounidense ya no volvería a ser el mismo debido a dos factores culturales –protagonizados por las mujeres, añado yo–: por un lado, a que la generación del llamado baby boom comenzaba a jubilarse sin que se esperara un aumento en las tasas de reposición demográfica –pues las mujeres ya no parían tanta fuerza de trabajo como antes–; y por el otro, a que el incremento en la participación laboral de las mujeres habría alcanzado ya su tope. Es decir que esa parte del “ejército industrial de reserva” del capitalismo, a la que hizo referencia Marx, en tanto reserva, ya estaba siendo usada a tope. Pero nadie prestó atención a esta parte del discurso de Ben Bernanke.
Usted señala que encontró en las mujeres entrevistadas un sincretismo moral y ético marcado por la convivencia entre concepciones religiosas católicas y liberales-feministas. ¿Cómo se manifiesta la coexistencia de estos marcos ideológicos en la vida cotidiana de las mujeres? ¿Son fuente de conflicto?
Efectivamente. En las entrevistas realizadas observé que las mujeres, a lo largo de sus vidas, tuvieron que encontrar una forma de realizar sus deseos –en tanto sujetas de derechos–, contra los mandatos católicos y patriarcales liberales, incluso aquellas que se identificaron como católicas practicantes. Y esto es fuente de sufrimiento y culpa para ellas. También encontré que, en el secreto del confesionario, algunos curas las eximieron pragmáticamente de transgresiones “graves”, como hacerse una salpingectomía (esterilización quirúrgica), para no perder gobernabilidad. En Costa Rica, el año pasado la jerarquía de la Iglesia católica decretó que durante la llamada Cuaresma, los confesores perdonarían a las mujeres que se hubieran practicado abortos.
En términos culturales, y de identidad nacional, si se quiere, el sincretismo moral y ético que ellas viven al tener que poner en práctica el mandato liberal y feminista de ser sujetas de derechos, y a la vez, el mandato católico, cuando profesan esta religión, configura un estilo caracterizado por una doble moral –y lo digo literalmente, sin darle a este término un contenido valorativo–, que resulta estresante y falto de asertividad.
¿Qué papel desempeña este sincretismo en la vida de las mujeres?
Aparte de los ejemplos que acabo de poner, encontré dos formas de resistencia a la angustia que causa esta culpa inscrita tan profundamente en los cuerpos y “almas” de las mujeres. Ambas son una especie de “fuga hacia adelante” en el marco de la heterosexualidad obligatoria. La primera corresponde a una mujer heterosexual, en sus treinta, que se decía orgullosa de no tener un compañero o esposo, pues le parecía escandaloso ver cómo sus compañeras de trabajo se desvivían por servir a los suyos. En contraste, afirmaba vivir feliz con su padre, madre, un hermano y una perra. Pero al pedirle que describiera la cotidianidad en su hogar, fue evidente que ella y su madre servían tanto al padre como al hermano, a los que ella, con su dinero, quería comprar un auto y pagaba los estudios, respectivamente.
La otra resistencia la encontré en una mujer heterosexual cercana a los cuarenta años, que se había decepcionado del amor romántico debido a una infidelidad. Ella había decidido, como la otra, clausurar su sexualidad –aunque esta vez de forma literal–, internándose durante un tiempo en un convento de monjas de clausura en Suiza. En la actualidad, esta mujer resiste los reclamos sociales, incluyendo los de su propio hijo, un adolescente, para que vuelva a “tener hombre”. Sin embargo, ella ya no tiene interés en una pareja sexual. Únicamente quiere educar a su hijo, comprarse una casa y dejar de vivir en la de su padre y su madre.
Estos conflictos, que tienen lugar en el marco de racionalidades de la heterosexualidad obligatoria, también son vividos por las mujeres en sus cuerpos, y se revelan como síntomas: la primera era excesivamente delgada y tenía una voz feblemente “femenina”, pero ella se consideraba “gorda”. La segunda decía no tener, por lo general, angustias con respecto a su peso corporal, aunque cada tanto se sentía con unas “libras de más”. No por gusto, esta última, a quien, siendo heterosexual todo el mundo le demandaba tener un hombre, expresó durante la entrevista la compulsión de afirmar que se consideraba a sí misma “muy femenina”, cosa que interpreté como la necesidad de certificar al mundo su heterosexualidad, “a pesar” de no “tener hombre”.
En países de Europa oriental con bajas tasas de fecundidad han aparecido discursos gubernamentales que postulan la vuelta a los roles tradicionales de género como una forma de garantizar el desarrollo de la nación. ¿Ha observado algún fenómeno similar en Costa Rica u otro país de América Latina?
En Costa Rica, un mensaje de este tipo provino, recientemente, de la jerarquía eclesiástica y del representante del Vaticano, quienes durante una celebración católica nacional llamaron a las mujeres a “devolverse” al recato de la vida maternal y familiar, así como al recato en el vestir. Para mí, esto metaforiza la reacción eclesial católica a este “desbordarse” de las mujeres en el siglo XX. En el plano estatal, el Gobierno actual promueve la instalación de una infraestructura y red de centros para el cuidado infantil. Una medida como esta es socialmente necesaria para aliviar la carga del doble trabajo de las mujeres. Pero, desde otro punto de vista, y tomando en cuenta el conservadurismo católico manifiesto de la Presidenta Laura Chinchilla, también puede interpretarse como una acción destinada a “levantar”, o al menos mantener, la tasa de fecundidad y la institución de la maternidad. En Cuba, donde la tasa de reposición demográfica también está por debajo de la de reemplazo, el Gobierno está ofreciendo estímulos para que uno de los dos integrantes de la pareja heterosexual se quede en la casa, dedicado a labores de crianza, recibiendo el salario de su empleo. Pero ya sabemos, por habitus de género, que quienes se quedarán serán las mujeres.